Seducir en la pantalla a través de una historia personal es difícil de conseguir. La realizadora Carla Simón lo ha hecho. Arropa al espectador con su propia vida, su duro verano de 1993 en Ampurdán (Gerona), en la que con tan solo seis años, se enfrentó a la pérdida de su madre, tres después de la muerte de su padre. Ambos a causa del virus VIH, el Sida, todo un estigma en aquella época y sin posibilidad de cura. Tras ello, abandonó su ciudad natal, Barcelona, para ser acogida en la casa de campo de sus tíos, en la que tuvo que aprender a superar la pérdida de un ser querido. Ganadora del Gran Premio de la sección Generation Kplus y el galardón a la Mejor Opera Prima en la Berlinale, se ha posicionado como la gran favorita del Festival de Málaga.
Contada desde la visión de Frida (Laia Artigas), junto a la convivencia de su nueva familia, su tío materno (David Verdaguer), su otra «madre» (Bruna Cusí) y su adorable prima Anna (Paula Robles). A través de sus ojos sentimos su ausencia, extrañeza y rechazo, accedemos a una fábula de miradas, de gestos, de secretos escondidos, que aflora en lo más hondo de la inocencia de una pequeña que tiene que hacer frente a un varapalo que no marca edades. Transmite sensibilidad a partir de una herida que no se sabe porque duele aunque sí como está hecha. No hacen falta palabras para narrar esta historia, ni tampoco caer en el sentimentalismo, la aventura emocional de esta niña desgarra en cada pequeño detalle.
Verano 1993 es herméticamente perfecta, construida por una debutante que aspira a maestra, que expresa cosas desde el corazón con inteligencia y descaro. No le pierdan la vista a esta directora, que hace cine de autor de verdad.